domingo, 7 de diciembre de 2008

Cuerpo interrumpido (y siete sonetos). Erotismo y desgarramiento, y las profecías del sueño por Félix Vergara



Félix es un cuentista y poeta morelense. Ha publicado el libro de cuentos El reino de un día. Su poesía es suave pero desgarrada. Y todo en él, en su obra, es honesto. Tan bello como ver morir a un ciervo. Con toda la verdad de esa imagen. Él hizo esta presentación para mi segundo libro. Bendito sea el cielo por darme amigos como él.




Cuerpo interrumpido (y siete sonetos). Erotismo y desgarramiento, y las profecías del sueño.

“La poesía conduce al mismo punto que cada forma del erotismo, a la indistinción, a la confusión de los objetos distintos. Nos conduce a la eternidad, nos conduce a la muerte, y por la muerte, a la continuidad: la poesía es la eternidad. Es la mar ida con el sol”.
Georges Bataille


Toda experiencia mística involucra un desprendimiento y este desprendimiento lleva consigo el sello de la pérdida; orden peculiar de lo sagrado, el sacrificio funda este orden en la mutilación que deviene reestructura, resurrección del alma desesperada por hacer inteligible lo inexplicable. Un cuerpo desnudo, sometido al desbordamiento de su pasión, muere en la entrega donde se pone en juego la continuidad del ser: “lo que revela la experiencia mística es una ausencia de objeto”, diría Bataille. Un cuerpo interrumpido es un cuerpo parcialmente tocado en la muerte de la entrega. El poemario de Afhit Hernández, Cuerpo interrumpido (y siete sonetos), como escribe en la contraportada Kenia Cano, es “como un templo vacío en el que no se ora más”.

Escarbar en las huellas, las partículas del lenguaje: borrar la historia personal del poeta y enfrentar la obra, tal es el propósito. Aunque enmudecidos por el aliento divino (insuflación de la materia poética que hace estériles las interpretaciones), en los versos reverberan haces de gloria, heces por donde el horror se cuela como pájaro siniestro en cuyas alas penden los augurios. El límite es impuesto por la grafía reiterativa de la mayúscula: Cuerpo. Como la divinidad, el Cuerpo es depositario de fragmentos: entidad abstracta que se concreta en lo intangible. La escritura, páramo del sueño, reproduce el deseo, busca exterminarlo como se exterminan los amantes que sólo se poseyeron en el sueño, no en el instante donde pudieron perdurar. Cuerpo interrumpido en el acto que la muerte alegoriza, Cuerpo que sondea el desgarramiento y articula la pérdida: toda experiencia mística es una rasgadura. Siguiendo a Afhit: “hilo frágil a punto de la herida”.

He titulado a esta interpretación “Erotismo y desgarramiento, y las profecías del sueño”. Busco seguir el código de un fulgor invisible que me enmudece. Regreso al numen de la poesía que otro elabora con la paciencia de un asceta; su tormento cicatriza y es una efigie que atraviesa los azogues cuando el lector avizora las páginas, entiende que morir es amar, que yo comienzo a morir en este día tras un recuerdo que no sé nombrar, que no puedo erigir; en esta hora, mientras leo ante ustedes, que oyen y esperan algo que no puedo darles. También soy un fragmento.

El cuerpo del libro con el que el lector intimará más tarde está compuesto por cinco partes: “Cuerpo interrumpido”, “Las Parcas”, “Siete sueños”, “La destrucción del deseo” y “Siete sonetos”. Su cuerpo se fragmenta, halla un espacio en donde las partes confluyen: el espectro del amor inmola para ser un vértigo sucedáneo, dos abismos se mezclan: la evocación de la amada por el poeta, evocado en la evocación, el poeta que es el objeto del sacrificio y a la vez el victimario. “Bésame en los labios ahora que soy tuyo./ Limpia la sangre”. El sexo es una boca y por esto el cuerpo “se oscureció en tu sexo que todo lo devora” Por esto “Tu boca agria con gusto a cerveza y sangre/ me devora/ lejana/desde los más antiguos sueños que soñé”. En “Mea Culpa” se dilata el rito: “Nuestros sexos fueron lenguas,/ los unían hilos delicados”.

Ya en su primer poemario, Los placeres y las ruinas, Afhit Hernández indagó en el sueño romántico de los sentidos locos; este poemario que hoy nos congrega persiste en el sueño. Aunque la devastación es ahora más penetrante y madura. Del “Cuerpo interrumpido” a “Siete sueños” dista esa entidad abstracta que es el Cuerpo e interroga a la santidad, nos recuerda que en lo profano subsiste lo divino, que la violencia del acto sexual no se pierde en la intangibilidad de los cuerpos, que el corazón vierte en la inocencia la postración de la añoranza. “Cuántas veces desee tu desnudez de plaza./ Cuántas veces nos tocamos sin malicias,/ sin que nos poseyera la santa envidia./ Y la muerte era tan lejana/ a pesar de que bufaba a nuestro lado”. Quiero detenerme en este último verso. Es un instante, cuando culmina la fatiga amorosa, en que muere el ser discontinuo que nos aterra. La muerte es lejana; deja, no obstante, el silbido que no ahuyenta la animalidad. Los amantes no necesitan penetrarse, la pasión supera el instante del acto sexual en que morimos: la pasión permanece sobre este acto.

Encadenamiento sin rupturas, la entidad abstracta del Cuerpo, violentamente interrumpido, fluye luego en la profecía de Las Parcas, esas caprichosas que juegan con el destino de los hombres. “¿Y mi Cuerpo/, Parcas,/ qué será de mi Cuerpo?”, exclama con angustia Afhit Hernández. Luego, con lucidez desgarrada, lo comprende: “La palabra./ La palabra maldita,/ me deja el Cuerpo interrumpido/y me/ mata”. En “Siete sueños” los epígrafes, como escribió José Revueltas, fundan su “razón esotérica” en la necesidad de bordear las palabras ajenas para reincorporarlas a la expectación. Así, la expresión “Nos dejamos devorar por nuestros sueños”, de Elsa Cross, merodea el apartado. Más tarde, la casi amoralidad lograda en la parte homónima del poemario, “Cuerpo interrumpido”, culmina, o también casi, en la exaltación del epígrafe de André Gide: “Es preciso ser capaz de reflejar/ hasta las cosas más puras”. Escribí amoralidad porque la entidad abstracta lo requiere, el mismo autor lo sugiere diciendo: “Es la bondad lo que nos consume”. Gide habrá querido decir que para reflejar lo puro es precisa la impureza. El Poeta deberá ser impuro: no otra cosa se le pide al intérprete de lo divino.

Hasta “La destrucción del deseo” hay un sentido completo. El Cuerpo es también el deseo, se hace concreto, como la división y el abismo de los seres, el poeta y su amada. “He tenido que matarte, Cuerpo,/ y voy ciego entre teas sin luz”. Luego la transfiguración: “He tenido que matarte, deseo./ Y ahora devoro tu carne muerta”. El victimario que es simultáneamente víctima pide el sacrificio: “Cuerpo,/ hazme sufrir/ peores males todavía”. En “La destrucción del deseo” la entidad abstracta se integra a un orden cósmico, la redención de la pérdida, el desgarramiento de la experiencia mística: “Corazón,/ núcleo universal,/ cargaste con mi Cuerpo interrumpido”.

El apéndice del poemario, los sonetos, juego de inversiones de sentido (algunos pueden leerse lo mismo de arriba para abajo que de abajo para arriba) culmina la andanza del autor; injusto sería no mencionar la correspondencia de lenguajes. La portada de Carmen Bravo y las ilustraciones en interiores de Rosa María Hernández Villalba parecen jirones de sueños complementarios. En formato austero, este poemario buscará los diálogos y los desencuentros que el lector quiera fortalecer o desunir. Como un estrépito; como una expatriación; como una silenciosa perpetuidad busco la impureza de la poesía que me destruya. Y como un monstruo me apropio del otro: “Todo lo que amamos debiera morir”.

Félix Vergara,
13 de octubre de 2006.

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