jueves, 19 de febrero de 2009

Y vuelvo otra vez a Ofelia


Y vuelvo otra vez a Ofelia,
porque esa es la suerte a la que nos encadenan los encuentros.

Porque nada nos ataba a este mundo seco,
nada nos ataba el uno al otro,
y aún así permanecimos juntos.

En la televisión iridiscente
pasan hoy una película de tantas que le gustan.
Esa donde un par de drogadictos oyen a Janis Joplin
mientras viajan a las Vegas en un convertible blanco.

Maybe
Whoa if I could pray, and I try dear
You might come back home - home to me.

Por qué pensar en ti, justo ahora.

Sí, siempre vuelvo a Ofelia,
a recordarle que mi espalda está allí para su abrazo.

Jim Morrison nos canta sordo.
Escucha.

Esa escena donde uno de los drogadictos
se tiende en una tina macilenta,
oyendo a Jefferson Airplaine.
Mira.

Le pide al otro que le asista en su muerte.
Quiere morir justo cuando la última nota de esa canción se extinga.
El radiotransmisor dentro de la tina.

Y sufro una epifanía tiernísima.
Todas esas canciones,
esos difuntos que nos cantas desde aparatos entibiados,
todos los tangos del mundo,
el alcohol y el rock antiguo
todo eso es aquello que nos une.

Oímos esas canciones
porque los dos,
tú y yo,
igual que los parias de la película,
buscamos la canción exacta con la cual morirnos.

Wilbert


No estaba en la sandía,
ni en los peyotes que cultivas en la terraza.

No estuvo tampoco en la breve vida cercana al sueño
o en los amores,
los que se van o los que nunca se han ido,
aunque hayan muerto.

En tu casa nos encontramos con nosotros mismos.
Esas noches calientes,
con lunas o sin ellas,
tan lejísimos el mar y nosotros navegando.
El bochorno tibio del jazmín arábigo
derrite los hielos de nuestros vasos sin nada.

Los horóscopos no son más que pretextos
para pensar en una vida que no es la nuestra,
que dejamos de vivir antes de nosotros mismos,
como si nos repitiéramos mil veces
que la alegría es un pájaro perdido en nuestra sangre.

Y tanta música, cuántos discos,
libros, cafés, la mariposa negra de la poesía,
cigarro, flor y sulfuro,
la hermosa jaula donde perdernos.

No estaba en el llanto,
o en las fiestas donde no conozco a nadie…
Pero igual que yo, tú también buscas algo…
Y yo, igual que tú, no sé tampoco dónde encontrarlo.

Ibán


Mi padre es un ser extraño hecho de mi carne.
El tuyo, Ibán, latió como en un rayo.
“Un solo hombre amé en mi vida”
parecen decir tus poemas,
tus cuentos, tu rostro mismo.

Tú lees poesía como buscando un origen,
otro padre, otra infancia grata;
buscando ese lugar hermoso
que perdimos como un amante que se muriera en nuestros brazos.

¿De dónde provienen los poemas?
De ese mismo hoyo negro,
de ese misterio nunca dicho,
ahí donde van todas nuestras energías desperdigadas,
discontinuas,
como Schopenhauer necio
dando clases a dos o tres en la aulas de Berlín.

Quizá, por eso, Ibán,
nos sentamos en las banquetas al borde de la madrugada,
en alguna calle, aquí o allá,
y nos emborrachamos sin remedio.

Queriendo recuperar el chiquillo moreno que se nos escapó,
hablamos hasta muy tarde sobre el león y la virgen,
leemos, oímos música muy vieja…
A mí me vence el sueño siempre
-te me imaginas un niño-
me dijiste un día – que se duerme en cualquier lado.

Y parece que cuando hablas de lo que amas
no eres tú en ti mismo,
la poesía y el amor te vuelven otro.

Y otra vez más nos ahogábamos la vida en la cerveza,
reíamos por nada,
yo me caía de borracho,
y no importaba cuánto vomitara en los lavabos blancos,
siempre quedaba dentro de mí
ese negro hueco envenado.

Después te dejábamos en la cocina,
con la mirada baja,
el corazón en una mano,
y quizás pensando en tu padre,
en ese poema que todavía no le has escrito.

martes, 17 de febrero de 2009

Metzxóchitl



En el filo de la alberca,
sobre sus hombros de bronce limpio,
resbala una gota de cerveza.

Todos tiritamos de frío,
y llueve,
pero el agua de la alberca se siente tibia,
y se nos olvida el mañana
entre las olitas blandas de la noche.

De repente, Metxóchitl se queda callada.
Mira un punto perdido,
como si quisiera atrapar con la mirada algún recuerdo
una fotografía, una canción, un perfume
que ya nunca volverá.
Y se sumerge.

Yo, la miro en lo profundo.
Supongo que allí todo es silencio.
Allí, su cuerpo flota,
y aguarda la respiración
como si no quisiera salir nunca.

Y me sumerjo.
Y la contemplo como dormida
en el fondo de algún océano inconcebible,
ahogada de nostalgia y de alegría.
Como Afrodita en el mar de Chipre,
con su fondo lleno de palomas de alabastro.

Cuando emergió,
era más ella, más Metzxóchitl.
Y así, con el cabello enredado entre su cuello,
parecía más que nunca una bella ofrenda
lista para tendérsela al destino.

Karla


Quién soñó lo que soñó Karla,
un río de lirios rotos,
una cadena de huesos,
una hermana, un padre, una patria.

Huele a niña,
carga un pétalo en el envés de la mano.
Y no se muerde los labios finos,
pues no se permite ningún gesto débil.
Ni una historia de derrota:
-Esta es la vida- me dijo un día.

-No hay otro momento que éste,
O tú, ¿qué piensas?
Anda, dime algo-

Yo miraba un jazminero y recordaba mi infancia.
Pero ella hablaba del futuro y creaba historia,
Amamantaba un eterno monstruo de ceniza.
Un portento dormido entre los libros.

-O ¿tú qué piensas?
¿Habrá otro momento para nosotros?
¿Quiénes somos, Afhit, de nosotros quién se acordará?-
Me decía, y entrecerraba sus ojos de gaviota.

Y ahí, era tan bella como un filo de Dios
corriendo entre una marejada de yeguas.

No esperaba respuesta
y es ahora que le contesto.
“Quizá nadie se acuerde de nosotros,
pero sé que tu recuerdo sobrevivirá a mi muerte”.

Y sí, tenía razón en todo,
siempre la tuvo;
por eso la quiero tanto:
“Esta es la vida, querido Afhit; no el paraíso”.

Ofelia


Ofelia sabe que la vida es un caudal.
Se sienta en su estera de lino,
lee un libro empezado hace tiempo
y su respiración se hace pesada.

Ofelia sabe que lleva en el pecho una paloma.

Si él llama, calienta el auricular,
toca su lóbulo el teléfono,
luego lo oprime contra su pecho.

Ofelia sonríe cuando habla de nosotros;
la luz pasajera le cae sobre la cara,
le ilumina los ojos, tan cargados de sombras.
Luego duda la duda de la muerte.

Ofelia le canta la canción al vidrio de la ventana.

No hay nada más bello que Ofelia,
cuando se acuerda de su infancia
y habla de su madre,
y de su cuerpo.

Toca su vientre dulce
y piensa en el futuro.

Todos la queremos tanto, tanto.
Yo por Ofelia,
daría todo lo valioso que queda de mi vida.
Pues sé, igual que ella,
que si se ama
debe ser hasta morir esa otra muerte eterna.

Carlos.


Carlos sostiene a su hija sobre su hombro.
La mira en el silencio y el estremecimiento
de quien recibiera todos los años de un solo golpe.

Y crece…
Y se ve más grande, más humano,
como Jesús, Padre nuestro,
al que comparan como una espiga de trigo.
Y sí,
ver a un padre es contemplar una espiga dorada.

Jesús debió tener hijos hermosos.

Carlos es tranquilo como un lago oscuro,
ríe a veces,
y otras más, te mira,
y se sabe con la convicción de aquél
que no puede apagar el incendio de su alma.

Claudia dice que Carlos está enamorado de los momentos;
ella dice sí, y lo quiere tal y como es.

Carlos nació Tauro,
y quizá por eso aguanta.
Lee poesía como quien ara la tierra,
bebe vino,
fuma sobre su asma,
y los zanates siempre lo persiguen .