jueves, 29 de abril de 2010

TODO EL LIBRO, León alado.

AHORA SÍ, PARA TODOS AQUELLOS QUE LES INTERESE, HELO: EL LIBRO COMPLETO, JEJEJE. Suena súper mamón, pero humildemente espero que por lo menos algún poema les guste.

León alado
Afhit Hernández




“Toda poesía es un lento viaje hacia la luz”
Javier Sicilia








“¿Puede decirse con palabras
lo que es una llama y su divino ardor
a quien no la ve ni la siente?”
Luis Cernuda








“Dijo:
No me llames ahora. Cuando venga,
no podrás soportarme, y desearás
que me vaya y no me iré. Y nada
quedará de ti igual que era.”
Elsa Cross









Hundo mis manos en la fuente del zócalo.
Las flores se desprenden de los árboles
y tal derroche llena los pasillos, la calzada toda,
donde los artesanos parten caracoles
y los rellenan de jade.

Golondrinas y otros pájaros descansan en un cable.
Golondrinas,
en la espalda del héroe.
Brillo en la piedra negra en la que se ha aquietado.

En el corazón del zócalo,
niños escondidos fuman marihuana
y otros venden collares de colores.

Los danzantes queman sus pies como una manda.
Tambores, semillas secas en los tobillos,
el ritmo cifrando una palabra nunca dicha.
Un silabeo.
Plumas que parten el aire; sus escamas fulgurantes,
rozan la piel desnuda de la doncella en supuesto sacrificio.

Aquí, ¿qué dios se nutre con la farsa?

Me atraviesa el hilo vibrante de la ensoñación:
No me exijas lo que no puedo darte.
No puedo responder a tus preguntas.

A estas calzadas negras
yo sólo vine a leer poesía.
Tomo en mis manos
el libro que poseíste
y al abrirlo
tu aroma se libera.


Ahora sé, como un augurio,
que mi vida acabará
igual que acaba un suspiro,
una tormenta.

Frente a tu rostro,
tan inmortal,
perdido entre la gente triste;
o frente a tu cuerpo,
que flota en el baile de insectos diminutos,
me dejo caer en una banca
y te espero.

Caen para mí tus rayos,
sorteando la densidad de los follajes,
como una fuerza que me destila
y me confina a otra tierra.

Allá, en tu territorio, ¿qué soy?
Paloma o niño.
Una canción sobre tu manto.

Y si vuelvo hacia ti la mirada,
un remanso fluye hasta mi boca,
como si las alas de los palomos de pecho irisado
arrojaran vientos de huracanes.

Aquí, el suelo del zócalo
devora el sudor caliente de nuestros cuerpos.
Aquí,
los danzantes marcan tu paso,
perdido entre la gente,
hecho signo en una piedra.
Y es mi pensamiento,
nervadura de pétalo en tu rostro,
tendido como un dios hermoso en la palma de mi mano,
lo que me dicta
la verdad irrevocable de mi muerte.



Quizá han pasado muchos años
desde tu cuerpo abierto.
Tenías los brazos colgando como alas arrancadas,
la ropa casi transparente,
tus hombros cual un bronce.

Éramos sólo niños.
A veces jugábamos con lumbre,
a veces nadábamos en los canales hasta morir la tarde,
justo cuando el frío era una ola lenta,
y nos envolvía con su lengua helada.

Pero esa tarde no.
Sólo te sentaste en la banqueta.
Tu rostro como si un ave triste se posara sobre el hombro.
Abriste las piernas cuando te olvidaste de tu cuerpo.
Apareció el sexo resguardado por tela mansa
y su blancura de jazmín.

Quizás ha pasado mucho tiempo
pero aún me inundas en esta tarde.
Vienes desde el campo donde cazamos insectos,
traes los cabellos enredados
como largos amantes.
Llegas
y hundes tu rostro en la tristeza.
Llegas
y piensas en no sé qué cosas que perdiste.


Recuerdo aquella noche
cuando las luces pálidas nos envolvieron, ¿cuándo?
Respondes: Algún día.
Qué importa el día.

Yo era sólo un niño.
Era cruel y hermoso como el primer deseo.
Humilde era mi sexo, como un dátil dulce traído desde Arabia,
guardado en un tienda,
enhiesto como un pendón,
dispuesto para ti, viajero, que lo esperabas.
A los cuántos años, ¿diez, once?
Qué importa cuántos.

Recuerdo que tu mano alcanzó mi centro,
tratando de apresar de pronto tanta vida.
La juventud, la vida,
tanta salvaje pureza, cálida como un templo iluminado.

Y ahí, sentí por vez primera tu luz que todo lo inunda,
que se lleva de mí la vida hasta otra tierra.
Hasta un mar inexistente y tan nocturno
que no alcanza los ojos sus aristas frágiles.

Y a mi lado, sin notarlo nunca,
estaban muy tiernas,
mis hermanas dormidas.


Y no esperaba nada, apenas, de la vida.
No tenía manera de responder a tus llamados.
Sin embargo, seguimos tu rastro por el río muerto,
bajamos la ladera,
corrimos sin freno ni motivo.

Habíamos vagado hasta perdernos en el campo,
y allí, bebimos aguardiente.
Éramos tan jóvenes,
los soñadores de los ojos entreabiertos
-igual a esa diosa de la India-.

En el agua de los canales mojaron sus vientres los amigos ebrios.
Ellos, los delirantes, luchaban contra la corriente tan en vano
como contra la vida inevitable.

Y yo, cuánto te amaba.

Como a un desfiladero,
en columnas luminosas caerá nuestro deseo perdido.
Hoy nada quiero de ese cuerpo en el que tú te aparecías,
el que cayó como un amante hacia su propia muerte
y que repetía, tan lejano,
tan remoto:
Ven.
Ven a morir tú también contra mi pecho.

Como una piedra irrevocable, en el oído dejaste tus palabras:
Mira: el amor nunca es lo que se amó.


Era su sangre el río sin cause.
Era su alma para mi alma
la forma del silencio.
Alas, su luz,
y su cuerpo, tan tierno y tan moreno,
qué era si no la vida misma.

Pero el dios oscuro que en mí mora
que me opone la eternidad a la que opongo
finitud, efímera llama,
me obliga a nombrarte con otro nombre,
a travestirte de hojalata,
y al final asesinarte
como el amante que penetra y mata
aquello que tanto ama.


Presenciaré la procesión nocturna;
tu mucha prole que guiaste hasta el altar.

Como en aquella noche de mi infancia,
vi las portadoras de manojos
que llevaban más arriba de sus rosas,
aros de luz
tintineando por sus frentes.

Y entre toda la romería, vi a mi difunta abuela,
con sus rosas y su cirio,
con los gladíolos apretados contra sus enormes pechos.

Las peregrinaciones hoy regresarán sin ella.
“La entrada de las flores” le dicen,
y siempre se bebe alcohol para aguantar toda la noche;
para que los hombres tristes no olviden lo triste de su vida.

El cielo de pronto se ilumina por cohetes
y parece que todavía llegará a mí el cántico,
ese cántico,
más como una lamentación
o el murmullo de un secreto:

Es la muerte.
Aquello que se marchita
de los ramos depositados en la tumba de tu abuela.

La vida seguirá sin mí o conmigo.
No son necesarios estos versos que me asaltan.



Llegué al salón donde hablas de mitos.
De esos dioses que se mueren,
de él que todo lo abarca, aún la muerte misma.
Apareció tu voz pausada.
Brotó de tu boca como brotaron poemas,
aquéllos que fueron caricias de la divinidad bajo el baniano.

Como a un Guru,
la gente te escuchaba.
Yo, te esperé sentado en la escalera
y así me descubriste.

Te devolví el poema que te pertenece, el que escribí por ti, a tu gracia.
Y tú, desencantada, no mirabas los papeles.

Antes que tú, salí
y en la calle te espié como un amante.
Pero ¿qué de tu paso me atrae;
me lleva contigo, en cada uno de los lazos
con los que se une a ti el tiempo?

Sin brindar respuesta,
desapareciste bajo la fronda de un árbol.

Quisiera saber por qué vuelvo al trabajo
con un alfiler en el pecho.



La tarde se ensordece.
Nos encontramos en los pasillos de la escuela.

Jóvenes tienden sus cuerpos
en las banquetas mojadas por la lluvia.
Jóvenes beben mieles que han subido hasta sus labios.

Tocan los muslos de otro cuerpo
y la belleza los vuelve inútiles para el amor tuyo,
o, ¿será que son muy niños?
¿mucha herida niña para nuestras pieles?
Y entonces, los numerosos vuelos.
Vuelos,
gravitar de palomas,
la memoria entre vientos de otras tierras.
¿De qué tierras?
Juventudes ¿de qué cuerpos?,
¿en qué materia nos volvimos hombres?
¿en qué carne la carne halló su alivio?

En los salones leemos poemas.
En los salones nos turban los pechos de las niñas
que se yerguen,
así la presa descubierta de pronto;
las primeras viriles erecciones.

Releyéndonos nos descubrimos volcados en un ansia,
tendidos hacia el futuro.

Destino, ¿hacia qué calzada?
¿Qué muertes nos envejecen?
Memoria que olvida la médula en otro paraje.

¿Y qué más da si lloramos?,
¿cómo decirlo en esta tarde?

Volvemos a la brevedad bronca del cigarro,
nos volvemos sueño de repente.
Y si volvemos los ojos al poema,
el pasado nos devora.


Mírenme.
Camino tras los adolescentes dulces.
Los que cultivan el deseo de dejarse morir
por una fuerza, o un roce.

Tras ellos va
–como mi cuerpo mismo-
un leve olor a semen o a violeta.
Algunos llevan los cabellos largos,
otros, cantan
o adornan sus manos con arabescos.
Se recargan en las columnas
donde el sol los desmiembra por instantes.

Mírenme.
Soy un hombre envejecido.
No nos pertenecemos.
No sestean junto a mí en la tarde.
Y yo amo su cuerpo tendiéndose en la nada.

Detrás, siempre,
recogiendo lo que cayera de sus bocas.
Lo que debiera desvanecerse para siempre.
Detrás, besando la sombra que se forma entre sus manos.


Venía de dejar atrás la lluvia.
Manejaba por la carretera y alcancé un cargamento de rosas.

A ambos lados del camino,
crecían los plantíos de flores que se cortan todas las mañanas
y mujeres tristes y secas las venden,
tendidas bajo los fragantes manojos,
rodeadas de niños frágiles,
morenos,
que crecen como sus rosas, en este lugar donde azota el sol.

Y entonces, el carro aquel pierde el control,
se sale momentáneamente de la carretera,
da un salto al pasar sobre una piedra que parece un hombre muerto
y violentamente vuelve al camino.
Brincan los manojos de flores.
Y las de la superficie, las que no estaban aprisionadas por el dulce peso de las otras,
flotaron un momento.
Soltaron miles de pétalos que venían a estrellarse contra el vidrio de mi coche.
La visión duró un instante:
pétalos que llenaba la carretera,
pétalos en el aire que dejamos atrás de nosotros.
Como antiguos amantes, como placeres que ya no volverán.
Su vuelo encarnado lo devoró la boca del viento húmedo.

Venía de dejar la llovizna y el llanto.
Venía de dejar atrás la nube de pétalos perfumados
donde se gravó la belleza de tu nombre por un instante.


Mirábamos pasar el agua desde el puente.
La mirábamos crecer, revolcarse,
irse en su único lamento,
como un hermoso dios que se muriera a nuestros pies.

Las mujeres subían sillas y macetas floridas
lejos de su corriente que todo lo arrastraba.

Aquellas tardes, mi hermana se desprendía, al verme,
de la bandada de niños -que igual a pájaros- escapaban del colegio.
.
Me tomaba de la mano.
“Vamos a ver el río”, me pedía.
Y mirábamos tanto tiempo las formas que se agitan
sin tener conciencia de que era tu cuerpo el que veíamos.

Un día, volví a reconocer tu rostro de niño fugitivo.
Fue viendo una película gris y oro,
donde una muchacha con zapatos de cabaret y sombrero de hombre
miraba el agua revuelta del río Mekong desde un ferry.

Igual que yo, esa niña se vio detrás de la reja del paraíso,
expulsada por el tiempo,
porque es la única manera de saber que este diálogo contigo
no puede ser más que de amor.

Una vez me contó mi madre
que cruzaba de este país a otro por un río revuelto
sobre un ferry triste.
Porque del otro lado se podía gastar un poco mejor su sueldo de maestra.
Porque no había nadie a quien amar y es menos amarga una tarde sobre un río.
Me contó que se perdía mirando el agua
y recordando una canción muy vieja.
Bailaba antes de hundirse,
convertida en pétalo sobre el cause lento.

Y entendí que aquéllas, las de mi madre, las de la niña,
eran las mismas aguas de mi infancia.
Por que no hay diferencia entre un niño, una niña o mi madre casi adolescente,
mirando un río que nos lleva sin remedio.

Un único río que hoy intento recordar
como si con un poema engañara a la muerte inevitable,
como si un poema pudiera guardar alguna esperanza pasajera,
la última palabra que ya nunca te diré.


El recuerdo rumoroso de mi madre.
Y tú, igual que ella,
una estatua llena de pájaros.
Llenos los dos de palabras negras.

Tan bellos y tristes
como decir adiós desde un barco.

Si me abraza,
manojo de hierbas que se desanuda,
llega hasta mí tu perfume desvalido.
Y cuando, pensando en ella,
me uno a ti,
siento en tu pecho su sangre.

Si pudiera,
mataría los amantes que se acercan a su lecho.
Me tendería sobre su cama
como en algún templo abandonado
a recordar lo que solía ser aquella existencia.

Volvería a ti, antes del nacimiento de mi madre
y sería yo, en ese tiempo antes del tiempo,
el que la amamantara entre mis brazos.


Lejanos,
me habló con los ojos fijos en un punto:
Todo muda -me dijo-.

Ahora, hablas de mí como deseando que yo no exista.
Y mi muerte llegará
como llegó la muerte de mi propia madre.
Huesos, hoy.

Yo, que antes era de carne dulce y ostentosa
y llevaba siempre el pecho vivo,
ahora tengo la piel cubierta de ceniza.

Me repudian.
Parece que, pordiosera,
me presentara frente a los banquetes ajenos
sin mis sedas,
con el rostro libre de pintura.

Parece que apestara;
que abriera las piernas
y orinara de pie frente a los ojos de los adolescentes
y les recordara lo horrible de la vejez abyecta.

El tiempo es un ave infame.
Es como pisar una peña que se derrumba.

Todo cae, -dijo-
y yo pronto me iré
sin llevarme nada conmigo.


Poco a poco me doy cuenta de que nada poseo.
Mi poesía es triste y pasajera,
así una mujer desvalida que recogerá los rastros del paraíso.

Nada ofrezco.
No tengo la capacidad de amor o de piedad de esos santos
que son tan hermosos como un libro abandonado.

También he saboreado la maldad y la cobardía.
El dolor y el placer me arrastran como un lejano torrente.
Y aunque trato de ser humilde y de no estorbar a nadie
es seguro que a alguien rompen mis aristas;
que a alguien freno en su deseo más puro,
como otros mis deseos lapidan.

¿Qué puedo entonces ofrecer?

Y a ti, ¿de qué te serviría aquello que yo ofrendara,
si eres el oficiante, a quién se ofrenda y lo ofrendado?

Moriré e importará muy poco.
Ni siquiera significará un sacrificio verdadero.


Porque no supe ver las pruebas que yo mismo pedía,
ni la sombra que cobijaba mi reclamo.

Porque no supe callar en el desierto mi deseo.
No aprendí a deletrear los signos de tus murmullos de cisne encantado;
no comprendí que por cada muchacho que en ti moría,
llegaba un viento cálido que envolvía el cuerpo.

Porque me moriré, yo también, antes de saber tu nombre verdadero.
Sin coronas de lirios en las sienes.
Sin dibujos de palacios árabes, transparentes, sobre el pecho.
Porque durante este tiempo, sobrevivo la vida,
pero no sé para qué.


Pardea la tarde las palmeras grises.
Palomas entristecidas llenan la plaza
y las cañas cantan armonías de tránsito.

Me miras con las manos anhelantes, apretando el aire.
Yo, sin otra opción más que la vida, asesinaría tanta belleza.

Una fecha, un nombre, cae sobre la frente como un filo.
Entibiando un puñal inexistente contra el pecho,
desearía verme morir bajo su carne,
tu carne
-la tarde misma-.

El reino de las desmembraciones.
Eres tú quien nos contemplas.
Surge de mi carne una verdad, un faro:
Todo el pasado -lo bueno y malo- es triste porque fue hermoso.


Entre las costillas surcan las palomas persas.
Lo perdido se guarda en la cesta de los misterios.

Mírame ser el pastor de la noche.
El que llevó al tragedista a los lejanos campos
para abandonarlo luego, desnudo en su deseo.

Mírame ser aquél al que Clío se le apareciera, junto con todas sus hermanas necias,
mientras apacentaba sus rebaños en los valles del Ascra.
Y caer rendido frente a tu imagen antiquísima,
llena de belleza como un hermafrodita triste,
porque no tocaré jamás la sombra de los templos incendiados,
No tendré pecho y cuello donde cuelgues las cargas de tus perlas
o las hierbas aromáticas,
ah, las hierbas,
masticadas por insectos diminutos.

Yo no tengo el recuerdo de ningún jardín prohibido.
Y no bebí del mosto de Paxos, de las malvas laxantes.
No tiré los jaspes, las rosas talladas en alabastro, como ofrendas en tu mar.

Las mañanas de Formies, la vía Tiburtina, que jamás deambularé.

Pero atrapé los gorriones de mi sangre
y para conocerte, amé con la conciencia de lo eterno,
con toda su fuerza infinita,
este breve instante que duró mi vida.


A veces te imagino,
Igual a esa amante de Mussag-ag-Amastan,
la divina,
la intocable,
y quisiera ser yo el que te dice:
No has querido lucir ninguna joya sobre tu piel blanca.

Otras veces te veo,
como ven unos ojos cubiertos por el kohl:
con las vestiduras riquísimas,
los hilos de oro,
pequeñísimas piezas de marfil cincelado,
cubriendo tus piernas de mármol bruñido,
pero dejando el pecho descubierto.

Y tu esclava,
sin duda, una de tus amantes,
Embarka,
guarda tus tesoros y tus secretos en un cofre.

Y su oscura carne
perfumada de aceite
pone con sus adornos una sombra deslumbrante
en la sombra de tus pasos.
Esa esclava a la que llaman tu sombra.

Te veo tendida en el cojín targuí, rendida
-justo como lo dice ese poema-
ofreciéndote desnuda
a la diffa del amor.

Y quisiera tenderme sobre ti,
porque hay en ti más belleza
que en la tumba iluminada de todos los reyes.


Hay otros momentos distantes
en que el silencio te cubre como a los muchachos de los frescos.

Tan breve la cintura.
El pelo ondulante
-como olas pinceladas por algún pintor de Oriente-.
Se van y cortan lirios.
Portan cántaros con líquidos misteriosos.

O del toro, eres toda su fuerza,
la que arremete contra los muchachos
-los pugilistas, los príncipes,
los que ofrecen sus cuerpos
apenas cubiertos por el estuche fálico-.

Las islas.
Allí, la muerte.
Esos hermosos adolescentes que nunca existieron,
que se arrancan de la vida.

Al fondo, el mar,
el mismo que ahora permanece y moja
esa tierra donde sólo quedan ruinas
aún tan rojas como la sangre de los toros,
listas de ofrendas,
un ánfora de miel
consumida
por la Señora de los Laberintos.


Cercado de lirios,
de frutos de agua y sus fermentos.
Todas tus panteras mansas.
Verte desnuda es como estar frente a un tigre.

Señalado entre diez mil.
Poblaste tantos cuerpos en mi adolescencia.

Te ibas luego a tus desembocaduras,
largo igual al Nilo,
semejante a una enredadera de rosas
o lirios blancos,
mirtos, jazmines, azafranes frescos.
A atados de hierba limonada.
Cerezos y manzanos.
Todos los árboles del mundo florecidos.

Por ti, hemos dejado caer el alma alguna noche.
Una sola noche para tanto amor en medio del incendio.
Y yo,
abandonado como el último fruto,
amarrando el nudo que une la vida con la vida,
tengo la certeza de que moriré antes de haberte amado en todo.


Caían como la noche centelleos,
o volaban hasta el cielo, indiferentes, volcánicos,
durando sólo un instante,
dejándonos enceguecidos.
Se iban y vaciaban el fantasma de mi cuerpo.

Y en la noche,
recorrían sin rostro la maraña
buscando esa voz sin brazos para la caricia,
sin cuerpos que dejar caer
en el lecho que formó la huida.

Y si igual que ellos,
yo,
abriera el pecho
y se desbordara su corriente,
de mí nada quedaría.
Sería, sin el mar que me recorre,
un rumor perdido.
Una cadena de rosas sin torso donde prenderse.
Un lugar vacío donde se amó la vida.


Y mientras tú,
piensas que escuchas un verso entre esos vientos:

Desde tu boca, mi gemido.
Trueno antes de la llovizna triste.

Si han de ser tus labios,
cáliz para la gota de lo eterno, semilla perdida de mí mismo,
vendrás aquí tornado carne
y no soportarás la vida.

Así caigas de rodillas, agotado,
a presenciar la muerte de todo lo que amas,
bajo un cielo iracundo,
donde tiemble el vuelo de la golondrina,
el río anegue la tierra con sus árboles,
aleje sus frutos,
partan a la nada los pétalos de las flores encarnadas,
no soportarás tanta belleza con ese débil cuerpo.


La noche y sus mantos celestes.
Leo el libro bajo las neblinas:
“El canto malabar”.
Seres que se duermen en aquellos corredores.

Amor más puro:
Bhagavan Nityananda de Ganeshpuri,
su discípulo, Muktananda Paramahansa,
desbordan los cantos como agua.

Y sus oros,
todo el jaspe, el mirto.
Polvo dorado flotando entre la luz.
Como un Jardín Iluminado:
azafranes, laelias, vides en flor,
ámbar molido sobre la estatua de Yama
-señor de la muerte-.
Cientos de palomas sobre el lago de los lotos.

Y como el sueño, vino.
Me movió muy leve para no sacudir el lecho manso.
Su lava surgió desde el centro del ombligo.
Desbordó en el pecho como fuente.

Y seguiré soñándolo en el río de mi infancia
mientras en los patios del áshram se desgaja el árbol gigantesco.
Llegará la oración de la dama hasta mi frente:

Es la vida tu vida atravesada por la lanza,
la lanza misma.
Y los granates en los cuellos,
la sangre que hace crecer el esparto de la estepa,
La lluvia sobre las estatuas.
La conciencia de perderse en ti, que lo eres todo.

Al cerrar el libro,
un mar arrasó mis jardines tristes.


Cae en ti la tarde toda.
El segundo contemplado en esta calle
me vuelca en la estera tendida dentro del corazón.

Pareciera que la vida nunca llega.
Eleva sus jardines.
Como un cargamento de violetas perdido entre el mar de Tracia.
Estas tempestades matan a los hombres como pájaros abatidos.
Cuánto luchan por mantenerse sobre tu palma blanca.

Y en este aquí recuerdo tanto la muerte.
Ese pacto de amor que hicimos bajo el manzano.


Veíamos tan sólo
una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella…
Lius Cernuda

Entre tanta luz dorada,
tan pesada como un cuerpo,
lo miré correr con el pecho encarnado y floreciente.

Como de una fuente de vino
brotaron a sus costillas granadas reventadas;
pétalos, a sus pies.

Con la mirada perdida del asceta
corrió tras los hermosos niños
que jugaban con el agua,
que se disolvían en la luz.

Sátiro de mármol,
ante la tarde que clarea los árboles, la fuente
y el mar.

Un vuelo de ceniza llevada por el viento.
Al cerrar los ojos,
es su carne la que llega hasta mis labios.

Volví
cuando él caía como un ángel,
a su propio abrazo,
atrapando la nada eterna,
con las alas arrastrando
por el suelo de esta tierra,
sólo para morirse tan de pronto.


Oír la misma voz que dice:
Lago de silencio.
Cuerpo a punto de encenderse.

Tenía la idea de crear la cosa más bella de su vida.
Pensaba que era eso y no otra cosa
por lo que había sido arrojado hasta este mundo.

Y cada verso era un grano de trigo,
un humilde montón de barro.
Las flores azules de las lycoris.
Y cada hilo que hilvanaba era una ofrenda para nadie,
como un campesino que encuentra una estatua de Apolo en su parcela.

Y se preguntó un día:
Para qué tantas palabras manchadas de deseo,
espacios donde nada mora,
caminos que nos llevan ¿hacia dónde?
¿Dónde para el errar de nuestra vía?
¿Quién nos nombra el nombre que creíamos olvidado?

Confundido como un ángel,
miró la escritura
y no quedaba ya nada hermoso en este mundo.


Amor que se incendia con mis voces.
Amor, amor, que consume el quebranto y la pureza.
De lo sagrado y lo perdido.
Puso entre mis brazos una grana bermeja y parda
y en mi sexo,
una flama de león hecho cenizas.

Amor, el corazón de amor se quiebra.
Presta alas a lo crudo y putrefacto.
Es el mar que deja en la orilla, seda de oriente,
sin nadie en la lejanía para marcar su huella.

Es el cristal callado de lo triste
que cae como rayo de jazmín en su fragancia,
sólo para hacernos volver a la ribera
de aquel deseo ardiente que nos derrumbó la vida.


Amor como el regocijo de la espina.
Amor como una rabia que se acaba.

Tenso las tiras de su cuerpo desgarrado.
Trepo. Giro. Me precipito.
El grito es una cueva de la tierra,
se desprenden las bestias de su lecho.
¿Dónde cayó el esqueleto de los dandeliones?,
¿los crocos, los narcisos y su verticalidad divina?
Narcisos que caen sobre la tierra y de la tierra resucitan.

Trepo. Giro. Me precipito.
Abro los ojos,
y la noche deja de producir su fruta deliciosa.


Y más amor como la nieve,
como la muerte de un ciervo perseguido.

Se tiende el amor en la espesura.
Sobre mi cuerpo ahora valle puro para el olvido de mí mismo.
Sobre nuestro cuello que será sajado.

Lava que surge desde el ombligo, lava de mis laderas desfiladas.
Cuántos trabajos en la noche para llegar a ti.
Tú, tan infame y silencioso.
Brívido temido.

Y con la noche que se eleva,
verte partir con el cuerpo iluminado.


Surge tu luz desde su rostro,
en aquella noche pálida donde una voz
nos dijera sobre el hombro:
Mira:
mi amor es tuyo,
tuya mi sonrisa.
Yo estoy aquí, como un pilar para tu abrazo.

Pero sigue estática y no viene
y parece que se duerme sobre su hombro.
Llagas desbordan de su costado dolorido:
El cuadro se desdibuja con el tiempo.

Es la virgen y su imagen.

Rajadura.
Registros crudos llegaron a nuestros tímpanos,
como de ángeles sin virgen ante quién desmoronarse.

Y a sus pies cálidos,
se posaron bandos de palomas.


Hubo de requerirse la fuerza de la guardia del virrey para impedir
que Rosa fuera desvestida por los devotos que deseaban llevar alguna reliquia.
A pesar de ello, tuvieron que cambiarle tres veces los hábitos
e incluso en el traslado algún irreverente seccionó uno de sus dedos del pie.
Biografía de santa Rosa de Lima.

La muchedumbre te asecha.
Te mira en su cuerpo casi adolescente.

En la casa de la familia de la Maza, se formaron grandes multitudes
sólo para contemplar a Rosa.
Nosotros, el gentío sin apellido,
esperamos su traslado hacia la Iglesia del Rosario.
Esperamos tendidos en el suelo del Perú.

Cuánta gente hambrienta.

Al rededor del féretro, vimos caer una manta púrpura.
Tan fina, punteada de rosas de oro,
quizá bordadas por diez vírgenes.

Se la llevan al sepulcro entre la muchedumbre.
Ella, tan joven, Rosa de Lima por ella misma bautizada,
dolida de su propia belleza,
le espera un destino más alto que los cielos,
y aquí, todos tenemos hambre.

Ella, que quería matar lo que de bello había en su cuerpo,
frotándose pimienta sobre el rostro,
dejándonos sin niña sobre el mundo,
se va a consumar su matrimonio.
Y nosotros, aquí, tenemos hambre.

Fuiste tú también quien nos infundes fuerzas en los brazos.
Hilos de acero nos jalan las manos a su cuerpo, queremos tocarla,
a ella, Rosa de Lima,
niña de los pobres,
mortificadora de su cuerpo.
Tocar a la que oculta la tira de plata ensangrentada bajo flores.

Y el hambre es tan grande que tiramos de su ajuar;
los devotos se abalanzan sobre su cuerpo para arrancarle la vestimenta.
Hacemos temblar los restos inertes.
Uno jala los brocados, otro más el velo hendido. Tenemos hambre, Señor,
tenemos hambre.
No queremos una reliquia muerta,
sino algo de lo que no comprendemos y nos inunda,
como si con un pedazo de tela, cubriéramos la desnudez de nuestra alma.

Entre la gente oprimiéndome la vida, vislumbré su pie blanquísimo.
Y era como caer en un pozo donde nada tan bello podía existir sino eso:
El pie todavía tibio de una santa.

Denso fue como un sueño dentro de otro sueño dulce.
Vi su pie posarse sobre los muertos.
Debajo de su pie se movieron los paraísos,
pesando como una imagen solar en la columna de la mente.

Y al abrir los ojos, todavía busqué sus trazos en el aire.

Es su propio sueño, y es la belleza y los hombres.
Esas razas indiferentes, como guerreros y amantes.
Dios y los hombres.
Saber de pronto que la belleza también nos abandona.

Y por eso mordí su pie,
quedándose en mi boca un dedo de sangre coagulada.
Carne de virgen,
en mis manos de paria sin destino.

A mí me olvidará la historia.
Pero lo más bello de mi vida se guarda en una basílica:
Una mutilación triste y transitoria como lo fui yo mismo,
un hueco que demuestra el hambre viva que sufrió mi espíritu.


Sobre esa tarde, vagabundos.
Tú tendiste a mi paso cosas que amo.

El oro frágil que fulgura sobre el río
era desenterrar el fuego en una tierra sagrada.

Una tolvanera hizo aparecer rayos de luz entre los árboles.
En el agua estancada se perdieron,
como el cuerpo del iluminado.
Vimos raíces que el caudal dejó desnudas,
diminutos insectos como polen,
vimos libélulas que dieron alas a las piedras.

Remanso, más que dulce, nos recorre.
Sus silencios.
Hallamos una garza –blanca como un sueño-
que remueve el lecho luminoso.

Y si me acerco, ella se encrespa.

Y si me acerco, se escapa
como un amor,
como un recuerdo que extiende sus alas blancas
para desvanecerse por los aires.


Antes de la arena había un camino hecho de polvo.
Allá imprimimos unas huellas exactas.

¿En qué pensaba cada uno?
Viejos recuerdos de mi vida, de la vida de mis hermanas,
llegaron como pájaros.
Bebieron del remanso.

Los bejucos alzaban ramas en el cielo
y sus raíces formaban rayos que tocaban la parte más calmada del río.
Cabellos mojados,
lianas.
Como pequeños dioses transparentes,
jugó un hedor en las narices.

Tiempo olvidado.
Fuimos ese moroso recuerdo.

El tiempo es este río.
La corriente que desde lejos llega,
nos lava los pies,
nos ama.

Así una esclava que nos hubiera amamantado.


Caí en el redil de su sonrisa,
fui la gota de agua pesada y llena de la vida que fue.
Río del tiempo entre tus brazos y los míos.

Miré a mi madre en una orilla.
Cómo brillaba su cabello negro,
diamantado por las gotas que hasta allí flotaron.
Cómo caían gracias de su corta estatura.
Sonríe y me desprendo de sus brazos.
Soy un niño desnudo que se aleja,
que con una carcajada entra en tu cuerpo.

Pero ¿fue mi vida un paraíso?;
aquél, aquél que corre entre las piedras para sumergirse en el río,
lejos de las manos de su madre,
¿soy yo?,
¿soy yo o es algún otro?

En ti me olvido y me renuevo.


Buscar perdido tanto tiempo
aquel deseo que palidece con el alba.

Esperar la llegada de la brisa,
igual a un ave
sostenida en las olas de tu vientre.

Morir como en los propios sueños.

Y nombrarte:

Corazón,
el más sombrío,
el que no ha nacido nunca,
¿qué liebre agoniza en nuestro pecho?,
¿quién vendrá a beberse nuestro soma?

Corazón, el más amado,
tú no eres lo que yo amo.
Es el amor mismo.

Cardinal, tu aliento.
Si me acerco a ti, mi vientre se fertiliza.
Si me acerco a ti, mi pecho crece.

Es tu pie el que se eleva.
Es tu mano la que toca;
tu sangre, la que escurre.


Dentro de mí
hay una Tiro que se incendia.

En el ópalo de la historia
los hombres que se sintieron parte de la noche,
los que amaron sobre la estera de palma decorada
y adornaron sus manos con oro blanco,
caen uno a uno, sin mujeres para llorar su muerte.

Dentro de mí se incendian los corredores;
las ventanas cubiertas de mantos teñidos de púrpura tiria;
Las murallas y sus labrados de bueyes y de vides.

La parte costera, la que da a la isla,
la ve mirarla con el fuego adentro.
No hay lugar para la huida.

La asedian,
construyen a su alrededor un istmo con las ruinas de mis ciudades ya sitiadas.
Nada los amedrenta cuando atacan de frente.

Y, dentro, muy dentro,
el fuego todo lo devora.



Ven a dormir conmigo,
amante, cansado ya del amor.

Tiéndete en mi lecho que te llama
que sé que no eres tú quien en tu cuerpo mora.

¿Este combate es lo que nos queda de la vida?
¿Qué es esta duda que me asalta?
No tiene nombre ni es más duda.

Me miras y revuelves tu imagen en mi sueño.
Me aterra y yo la amo.
A su fulgor que quema las rosas de mi pelo agreste.

Y aunque me obligues a decidir entre tú y la carne,
eres tú la carne.
Eres el ópalo pulido de la noche,
torbellino y mariposa.
Todos los leones que me habitan.


Baja hasta mi tierra.

Prende fuego al lecho donde yazgo.
Que tu mano me conduzca a las cámaras nupciales.
Me tenderé en la alfombra iluminada.

Dame de beber.
Dame de comer más de lo que ofreces:
Entregaré mi pecho a tus designios.

Vislúmbrame en un sueño,
entregado a otro sueño donde tú no mores.
Hazme perder el campo donde apaciento.
Defórmame hasta la fealdad.

Que yo caiga como la lluvia sobre el prado que arrasó la guerra.
Que yo sea el sueño que se muere cuando abras los ojos,
y que me despierte
tambaleante
aún con toda tu dulzura entre los labios.


Tu soplo apagó la lumbre del candil.
Y yo que te esperaba
más fiel que un asceta,
con los ojos desmesuradamente abiertos,
–igual que el corazón-,
no te distingo.

Susurro,
murmullo en cada océano o caracol.
Palabra que en la cueva pierde su origen.
Sólo insectos restañando el sonido de su luz.
Sólo ese rastro de música en los oídos.
Se deshace el mito entre mis labios.

Abro los brazos, y tocas mi frente.
Como una sacerdotisa,
abro las piernas,
y en mí te tiendes como en una estera.

Te eriges pantera o corzo para salir como suspiro de mi cuerpo.
Y marchándote, gritas mi nombre...

Pero no contesto.


Me hundí en el agua oscura
esperando un abandono,
y la escena era digna de admirarse,
Oh, adorador,
encantador de serpientes y doncellas.

Estabas tú,
con los ojos cerrados; el cuerpo sin peso, inacabado.

Te danzaban las hebras de las manos como a una devadasi.
Digna eras de una miniatura biselada en oro.
Prodigabas la belleza para mí que me rendía.
Dabas la luz a los ojos de los hombres.
Y tus amores, dime, ¿a quién los dabas?

Sé que no durará mi vida un grano de tu imperio,
pero que quede de mí lo poco y lo suficiente
para amarte, como un esclavo.
Como simple centro de flor mustia en tu guirnalda;
prendida en la cadena de tu amor ardiente.


No eres tú.
Es lo que hay antes de ti, sobre tu pecho.
Pétreo el amor.
Hoja que arrullada llegó a la puerta de mi tienda.

El tiempo oscuro trasminó tu néctar.

Flotas sobre el lecho iluminado.
Caes en el instante del rocío.
Desbordas cuántos dones a mis pies,
y como vino frutal, dejas tu éter en mi cuerpo.

No eres tú.
Es tu cuerpo, o el cuerpo en el que habitas.
Como amantes espartanos,
atados, unidos para siempre, juntos contendemos,
nos entregamos,
caemos juntos.
Nos vemos morir hermosos como nunca fuimos.

A ti te di mil nombres,
pero, ¿cuál es el verdadero?
¿Cuál es el perfecto?
¿cómo nombrarte con un soplo si en un soplo te disipas?
¿Cómo cercarte con una cadena de rosas derramadas?
¿Cómo contenerte en un cuerpo interrumpido?

¿Qué me obliga a confrontarte,
a entregarme a tu fuego que todo lo consume
y que deja en su ceniza una palabra intocada, inabordable,
en la playa donde los cuerpos nos estorban?
¿Quién me ata a tu tormento?
¿Y hasta cuándo?

Sólo una palabra para la ofrenda,
la conciencia se tiende hacia el abismo,
y tu presencia en este amanecer
es sólo una lluvia ligera entre los hombres.




Antes de ti, yo era,
tornado corazón de gavilán perdido,
sombra dorada que deambula por las tiendas.

Soñé la vida
y fue la juventud mi templo.

Bebí el deseo de la salvaje pureza,
y una sola vez prendí la rosa niquelada de mi beso
sobre tu espalda de desierto triste.

Y si la tibieza de tus pies a mí llegaba,
me tendía,
como una cortesana o un eunuco,
a tus pies me tendía.
Construía las llanuras de los sueños, sus palacios blancos,
sus derrumbes,
y otra vez me tendía sobre aquellos inmensos lodazales.

Era aquél que hacía el amor como los pájaros.
El que cayó con todas sus estelas.

Era tierna sangre de león alado.
Las jaurías de la noche,
las palomas.



Sólo sé que a sus pies todo cuerpo se derrumba.

No llegué a nombrar lo que en mi pecho edificaba.
Sus columnas.
Sus pirámides.
Tantos palacios que duraban un instante.

Vino a mí como una ráfaga.
Como ese viento que se robaba las muchachas de las islas.

Mas ¿qué era? ¿Qué era, corazón, qué eras?
El cayo inmenso de la noche, ¿o la noche misma?
¿Archipiélago al que arribo
desprendido,
vibrando,
sostenido entre las fibras del céfiro
como nota de cítara sin tañer?

Y si eres la muerte, ¿qué te empuja?
Y si eres la noche, ¿por qué me abrasa?
Yo ¿qué soy entre tus brisas?
¿Un centelleo?
¿Un jirón de su sueño deleznable?
La luz que surcó la corriente negra de su cuerpo.

Contesta la pregunta que sólo tú sabes responder:
Dime, ¿qué no eres?


Soy el que exudó su líquido en los jazmines,
el que se abrió en el sexo de los lotos.

Vuelvo, sin haberme ido nunca, monarca en la yegua de la noche.

Soy el que llega a ti
desde el centro de la muerte,
tras cruzar un camino de neblinas perfumadas.

Yo llevo los colores que reflejan tus córneas grises,
entregadas,
rendidas en tu rostro de efebo que espera el amante que se baña.

Soy tú mismo, el rostro que te invade de ese miedo.

Y cuando cae el sol sobre la tierra, cruzando las nubes torrenciales,
soy el que atraviesa tu vértebra de espinas
como el deseo terrible,
como un mensajero que llevara
una carta de amor en medio de la guerra.


Vuelve, como un ave cansada.
Llega y canta
como un cristal encajado en una piedra.

Es un cuerpo húmedo salido de un mar oscurecido,
oculto apenas entre derrotadas ropas.

Se confunde con el cuerpo de mis amantes.
Bebe de mi beso.
Se tiende eterno entre mis labios.

Y luego, se pierde en el futuro.

Mas me dicta sin voz, su voz:

Yo a ti volveré
aunque no quieras,
pues todo lo que un día se ama
nos desterrará impotentes,
nos volverá pájaro negro
que se pierde irremediable
entre la potencia ardiente de mis brazos.


León Alado.

No tuve tiempo de retener a Antínoo
Margarita Yourcenarf

Fuimos a la caza del león,
agazapados, como si nosotros fuéramos la fiera.
Lo esperamos cerca de la charca arenosa cubierta de juncos.
Decíase que el león acudía a beberse allí la noche.
El aire era el otro león que respira dentro del pecho anhelante y frío
y vaticinaba el tiempo de la batalla
como si esa lucha ya se librara dentro de nuestro corazón ardiente.
Pero estaba allí el frío, antes que la bestia
y venía a estrellarse contra la coraza de hierro,
levantando un poco el envés de la capa, roja por debajo,
como para más enardecerlo.

Y apareció de súbito la bestia real,
tan hermosa como terrible.
Negra como la vida, la fuerza natural caía sobre sus hombros.
Bebía.
Como nosotros, esperaba.
Y yo, tratando de apresar antes de su cuerpo, su sombra,
no pude retener a Antínoo.
Dio rienda suelta a su caballo,
lo empujaba la juventud y la muerte, o el deseo de vencer la muerte,
y lanzó como un atleta de los templos, su pica y sus dos jabalinas.

Herido del cuello, el león se desplomó batiendo con la cola.
Tanta arena levantó su peso
que sólo veíamos su sustancia informe.
Era un rugido lo que se materializaba.

Pero se levantó.
Miró con furia al joven bello y dispuso el sacrificio.
Él, desarmado, casi desnudo, predijo el ataque del león ahora de fuego,
ahora alado por suerte divina, ya grifo transformado, y no se movió, orgulloso.

Interpuse mi caballo, ofreciéndole el muslo descubierto, y respiré la sangre de la fiera disuelta por el céfiro.
No me resultó difícil rematar a la bestia herida.

Y absorto por ese instante donde la belleza se une con la muerte,
creí que la víctima había sido yo mismo.
Que era mi cuello el que yo mismo atravesaba.
Ante el ímpetu de una juventud que ya no es mía,
cayeron sobre mí todos los destinos:
arrastraré su amor hasta mi sangre,
veré cómo será obligado a ser dios a causa de su belleza,
cómo será retratado mil veces por mis escultores,
con los cabellos sujeto por bandas
y desnudo del cuerpo, quizá un poco ofrecido a las bestias de los siglos,
como ahora, al otro león de Nemea.

Mientras yo,
me despierto en medio de la noche,
buscando atrapar esa presencia que todo lo contiene,
sólo para darme cuenta que yo he sido el que verdaderamente ha muerto.

viernes, 26 de marzo de 2010

Holas

Oh, el abandono.
He dejado de escribir porque paso mucho tiempo en otros malditos menesteres. Y ahora que regreso, ingratamente es sólo para dar un comercial.

Este miércoles de semana Santa presentaremos los respectivos libros Alma Karla, Alejandro Campos y su servilleta, es en el museo de la ciudad de Cuernavaca a las 5:00

Muy invitados todos.
SALUDOS.

martes, 1 de diciembre de 2009

viernes, 31 de julio de 2009


Y yo, que ya he dicho tantas cosas,
que he callado otras tantas,
que te he dicho lo que no he debido,
hoy me calcino con una piedra el pecho.

He dicho lo que ya no necesita repetirse:
Palimsestos, emulaciones, alusiones escondidas,
y sin encuentrar la palabra nunca.
O ¿será que no existe?

Y sin embargo se lo digo al mundo
porque no puede ser de otra manera
porque he nacido para eso,
y es lo poco que puedo dar ante la noche.

Pero, no me hagas mucho caso.
No me creas todo.
Los poetas mienten por oficio.

Mentira es que deseo tu muerte,
que persigo los deseos perdidos,
que no pretendo nada;
mentira, que me estoy vaciando por dentro
nunca he estado más lleno de mí mismo.
Y he comprendido pequeñas verdades
a pesar de las mentiras,
y ha sido como capturar luciérnagas
con las manos hechas hueco.

Créeme una cosa,
sin embargo:
nada me importa lo que digan,
pues, yo no persigo la Verdad, sino la Belleza.

jueves, 16 de julio de 2009


Querida, Karla:
Hoy, mientras comíamos me dijiste:
“leí tus poemas”.

“Uno debe advertir al otro lo que sabe” dijiste.
Luego me hablaste de un libro recién leído,
¿te acuerdas?

Me hablaste de él y de sus hechos
como quien cuenta de un amante o de un maestro.
“Te enseña la vida”, me dijiste.

“Siempre se hace tarde para las cosas buenas”
“Te advierte que el amor, Afhit,
es irse,
pero no debemos dejar que nos arrastre”.

Yo no podía decirte nada.
En ese momento no era nadie.
No tengo derecho a debatir.
Yo fui el que se equivocó siempre.
Siempre ciego.
No sé qué hacer en medio de la noche constelada.
No tengo paradero. No sé quién soy.

No puedes sin embargo, negarme,
Karla mía,
que tú igual que yo
has sentido una libélula de oro
comerte el alma con desesperación terrible
como la muerte o como un trueno.

Ese gusano que te devora,
cuando sabes que no sabrás nunca
en qué mesa comerá aquél
o con quién.
Quién se acercará a ti después de él,
y por qué razón.
Por qué razón te amarán otros.

No saber dónde parará su carrera loca,
cuándo se tenderá para mirar la noche
o dónde caerá su lágrima cuando su madre muera.

Y enloquecer tú también
porque no lo sabrás nunca.

Nunca sentirás el fluyo de su sangre
ni le rozarás un poco el hombro.

Porque no volverás a prepararle café,
no lo despertarás si se hace tarde,
no envejecerán juntos,
ni lo verás morir.

miércoles, 15 de julio de 2009

Ayer te volví a ver después de tantos días.
Partías el aire con un suspiro
y traías sobre tu piel
todo el sol de esas tierras que no conozco.

Leías un libro que yo te presté
y que amé como a una hermana.

Me diste los buenos días con una indiferencia innecesaria.

Descubrí, para mi asombro,
que todavía hay en mí una espina
olvida sobre la estera en que me tiendo.

¿Amor,
leerás alguna vez Dafnis y Cloe?
¿Querelle?
¿Madame Bovary, siquiera?

No te diste cuenta, pero ambos leíamos.
Tú en el libro y yo en tus labios.
Adivinaba la página,
repetía los diálogos,
quería saberlo todo.
Todo, Amor,
lo que el libro te decía.
Tu pensamiento virgen...

No cabe duda,
el amor y la belleza
son siempre misterios que perturban.

martes, 14 de julio de 2009

A veces he deseado
que un huracán de fuego
recorra el mundo en una noche.
No despertar a esta bruma movediza,
este pantano donde ahogar palomas.

Mira.
La felicidad es una chispa.

Nada me ata a ti.
Pero te busco y te llamo entre los cardos:
volver a ti, a tu llama helada.
Tu canto agreste, tu calcinada herida.

Es como amarrarse al mástil más macizo
deseando que zozobre el barco,
haciendo del mar apaciguado una tumba o un légamo sinuoso.

A veces le rezo a Dios como si estuviera enloquecido
o a punto de morirme.

Otras veces he deseado tu muerte,
o por lo menos,
oh, concesión divina,
que ames a alguien más con la misma fuerza de mi amor caído.