jueves, 28 de mayo de 2009

Carta a mis amigos.





Vuelvo a tomar la pluma después de muchos meses. ¿Ocho, nueve? Dios, han parecido siglos. El letargo de la palabra es un sueño del que cuesta despertar. Tal vez he creído en el aislamiento como en una isla: un barco cargado de violetas, como dice Homero, pero esta carta se la debo a ustedes. Porque así es la vida, una marisma de cosas, un vuelo de esos pájaros que parecen que no van a ningún lado, esas marejadas de pájaros, ¿las han visto?, que van y vienen, como una mancha en el cielo, y nunca chocan uno contra el otro.

He tenido epifanías. Todas ligeras como mariposas. He vivido ríos de pasiones que me inundaron. Las sombras, los silencios, las penas. He cargado flores y no ha habido nadie ahí para recibirlas. Pero ustedes han recogido su aroma antes que su muerte. Los he visto sufrir por sus propias penas y me ha dolido ver que no hay nada que yo pudiera hacer, más que estar allí, presente.

Gracias entonces, gracias. Yo sólo puedo perseguir una sombra vana. Una sola sombra simple que nos cobija en su ternura: la belleza. Cernuda, en su sabiduría de poeta, que casi nadie comprendió nunca, no hablaba con nadie, no creía en nada. Pero amó la misma sombra que yo, y en ella se tendió un día para no levantarse nunca. Él, con su pudor de niño, la llamaba “la hermosura”, ¿ven que bello?, la her-mo-su-ra. ¿Recuerdan Ocnos? Su último libro publicado. Sólo busca eso: capturar los instantes donde la belleza se le presentó, para luego irse, dejándolo como huérfano en medio de la guerra. “Algunos creyeron que la hermosura, por serlo, es eterna […] y aun cuando no lo sea, tal en una corriente el remanso nutrido por idéntica agua fugitiva, ella y su contemplación son lo único que parece arrancarnos del tiempo durante un instante desmesurado”, dice.


Por eso también le llama igual a Ocnos, quien fuera ese bello ser que trenza el pasto que luego le dará a su burro. ¿Puede darle el pasto así, sin trenzar? Sí, sí puede, pero… ¿qué caso tendría?, ¿qué haría entonces el pobre Ocnos? No sirve de nada, pero es bello; eso es todo. Piénselo, sin las hermosas trenzas largas de heno (todo el trabajo de una noche), su vida no guardaría ningún sentido.

Y yo creo que hay mucha belleza en creer en ustedes. En enojarnos por momentos, en volver siempre a ustedes. Hay mucha belleza en el sacrificio y la renuncia, en la muerte, en saber que uno no será ya nunca el mismo después de haber conocido tan de cerca el centro de sí.

El mundo cada vez está más lleno de gente incapaz de percibir la belleza. La verdadera, no aquello que los burgueses confunde con lo bello: ese entramado personal donde las virtudes de su clase, creen ellos, son las que debiéramos seguir todos. Y es por eso que también viven confundidos. Creen que lo que visualmente se ve bonito, o tiene un carácter más o menos parecido a sus ridículas virtudes, es bello. Y no es así. La verdadera belleza no tiene nada que ver con las virtudes. A veces sí, a veces no. Una muerte o una maldad inmunda pueden albergar en su seno la belleza más profunda y pura.

Un dolor tan profundo como los ojos de la muerte. Un sacrificio que no sirve para nada, que no propició a ningún dios, fueron para mí la más excepcional de las hermosuras que yo haya percibido jamás. Nada lo evita. Este mundo está tan lleno de belleza que a veces creo que no voy a soportarlo.

Y sin duda es como recoger flores después de un funeral. Cuando era niño, leí un cuento donde un joven es sometido a pruebas imposibles. Y en una de ellas, prefiere salvar la vida de una abeja que ganarse dos monedas de oro. Esto fue maravilloso, porque fue la abeja salvada la que lo ayuda a superar la última de las pruebas. Esta era descubrir, en un cuarto con cien hermosas princesas muertas, cuál de ellas había bebido miel antes de morir. La abeja se posó en los labios de cada una de ellas como ante la puerta de la muerte y luego fue a decirle el secreto de aquel dulce instante en el oído. Ese pasaje me fascinaba. En mi imaginación, yo era el joven, a veces la abeja, pero a veces, (oh, iluso de mí) creía ser el rey que había matado a sus cien hijas sólo para crear un momento de absoluta hermosura. Ahora descubro que no soy más que un obrero… si acaso una de esas princesas muertas y ni siquiera la principal. Comí cebolla o sal, y no miel, antes de morirme.

Pero también descubrí que esa era la naturaleza del hombre. Percibir la belleza sin poder capturarla un momento. Y eso también a mí me duelo mucho. Quizá por eso también, no acabo de poder lapidar esto que me inunda, porque la sola idea de morir, de dejar la sangre en cualquier calle que pisara, despertar compasión, asco y ternura, para que todo eso no sirva absolutamente de nada, eso, precisamente eso es muy triste, pero también muy bello. Ese es mi destino: el sacrificio, y con ello pagar la cuota de belleza que le debo al mundo.

Espero que después de todo esto y muchas otras cosas más que nos falten por vivir, después de leer esta carta, todavía puedan ver en mí, o en lo que soy ahora, aquél ser que quisieron algún día.

Afhit Hernández.