jueves, 16 de julio de 2009


Querida, Karla:
Hoy, mientras comíamos me dijiste:
“leí tus poemas”.

“Uno debe advertir al otro lo que sabe” dijiste.
Luego me hablaste de un libro recién leído,
¿te acuerdas?

Me hablaste de él y de sus hechos
como quien cuenta de un amante o de un maestro.
“Te enseña la vida”, me dijiste.

“Siempre se hace tarde para las cosas buenas”
“Te advierte que el amor, Afhit,
es irse,
pero no debemos dejar que nos arrastre”.

Yo no podía decirte nada.
En ese momento no era nadie.
No tengo derecho a debatir.
Yo fui el que se equivocó siempre.
Siempre ciego.
No sé qué hacer en medio de la noche constelada.
No tengo paradero. No sé quién soy.

No puedes sin embargo, negarme,
Karla mía,
que tú igual que yo
has sentido una libélula de oro
comerte el alma con desesperación terrible
como la muerte o como un trueno.

Ese gusano que te devora,
cuando sabes que no sabrás nunca
en qué mesa comerá aquél
o con quién.
Quién se acercará a ti después de él,
y por qué razón.
Por qué razón te amarán otros.

No saber dónde parará su carrera loca,
cuándo se tenderá para mirar la noche
o dónde caerá su lágrima cuando su madre muera.

Y enloquecer tú también
porque no lo sabrás nunca.

Nunca sentirás el fluyo de su sangre
ni le rozarás un poco el hombro.

Porque no volverás a prepararle café,
no lo despertarás si se hace tarde,
no envejecerán juntos,
ni lo verás morir.

2 comentarios:

Alma Karla dijo...

Y ahora no puedo evitarlo, ya lloro. Gracias por recordarme todo esto de una forma bella y por ende dolorosa.

Yo también te quiero mucho.

Alma Karla dijo...

Ah, ahora ya escribí una respuesta en mi blog. Mil perdones, pero no tenía de otra.