sábado, 31 de enero de 2009

Poema. Los amantes finales. I


No quisiera irme.
Detenerme aquí, hasta perder el horizonte de mis viajes.

Dedicarme como sacerdote a tu adoración
y encender cada tarde tu centenar de velas;
llenarte los hombros y los muslos de oro.

Jamás partir de ningún lado, nunca irme…
Y sin embargo, como tordo de la ventana,
¿de mí, qué se aleja?
Porque después de ti, ¿qué me aguarda?
¿Debajo de esta escalera, detrás de la puerta,
donde camina la mujer con el niño en brazos
y regresa el obrero cargando una sombra sobre la espalda?

Allá parece que todo se queda,
allá donde el gato se acicala y se enerva
y las mujeres encanecidas, encerradas en sus rebozos de encaje,
se adormecen o musitan;
compran ramilletes de hierbas olorosas.
O vienen desde lejos,
de puertos sureños donde las besó el amor cuando eran jóvenes.

Todavía arrastran la ese
cuando hablan de aquéllos,
y en sueños, todavía los desean.

Tú me miras mirando tanta vida,
triste como un desfiladero.
Y sé que para ti el mañana es un desfiladero,
una playa con huellas que se harán sin nosotros.

No quisiera irme.

Abandonar tu sangre
en hervidero tierno, tenebroso.
Quisiera recostar mi peso sobre tu pecho
y oír la roca que se creía perdida.

Pero estás tú sin el mundo
y no es mundo sino su fantasma.

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